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Diole gana a don Quijote de pasear la ciudad a la llana y a pie, temiendo que si iba a caballo le habían de perseguir los muchachos, y así, él y Sancho, con otros dos criados que don Antonio le dio, salieron a pasearse. Sucedió, pues, que, yendo por una calle, alzó los ojos don Quijote, y vio escrito sobre una puerta, con letras muy grandes: Aquí se imprimen libros; de lo que se contentó mucho, porque hasta entonces no había visto emprenta alguna, y deseaba saber cómo fuese. Entró dentro, con todo su acompañamiento, y vio tirar en una parte, corregir en otra, componer en ésta, enmendar en aquélla, y, finalmente, toda aquella máquina que en las emprentas grandes se muestra. Llegábase don Quijote a un cajón, y preguntaba qué era aquello que allí se hacía; dábanle cuenta los oficiales; admirábase, y pasaba adelante. Llegó en otras a uno, y preguntóle qué era lo que hacía. El oficial le respondió:
-Señor, este caballero que aquí está -y enseñóle un hombre de muy buen talle y parecer y de alguna gravedad- ha traducido un libro toscano en nuestra lengua castellana, y estoyle yo componiendo, para darle a la estampa.
-¿Qué título tiene el libro? -preguntó don Quijote.
-A lo que el autor respondió:
-Señor, el libro, en toscano, se llama Le Bagatelle.
-Y ¿qué responde le bagatelle en nuestro castellano? -preguntó don Quijote.
-Le bagatelle -dijo el autor- es como si en castellano dijésemos los juguetes; y aunque este libro es en el nombre humilde, contiene y encierra en sí cosas muy buenas y sustanciales.
-Yo -dijo don Quijote- sé algún tanto de el toscano, y me precio de cantar algunas estancias del Ariosto. Pero dígame vuesa merced, señor mío (y no digo esto porque quiero examinar el ingenio de vuesa merced, sino por curiosidad no más): ¿ha hallado en su escritura alguna vez nombrar piñata?
-Sí, muchas veces -respondió el autor.
-Y ¿cómo la traduce vuesa merced en castellano? -preguntó don Quijote.
-¿Cómo la había de traducir -replicó el autor- sino diciendo olla?
-¡Cuerpo de tal! -dijo don Quijote-, y qué adelante está vuesa merced en el toscano idioma! Yo apostaré una buena apuesta que adonde diga en el toscano piace, dice vuesa merced en el castellano place, y adonde diga più, dice más, y el su declara con arriba, y el giù con abajo.
-Sí declaro, por cierto -dijo el autor-, porque ésas son sus propias correspondencias.
-Osaré yo jurar -dijo don Quijote- que no es vuesa merced conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables trabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingenios arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas! Pero, con todo esto, me parece que el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés; que aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que las escurecen, y no se veen con la lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas fáciles, ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada, ni el que copia un papel de otro papel. Y no por esto quiero inferir que no sea loable este ejercicio del traducir; porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos provecho le trujesen. Fuera desta cuenta van los dos famosos traductores: el uno, el doctor Cristóbal de Figueroa, en su Pastor Fido, y el otro, don Juan de Jáuregui, en su Aminta, donde felizmente ponen en duda cuál es la tradución, o cuál el original. Pero dígame vuesa merced: este libro, ¿imprímese por su cuenta, o tiene ya vendido el privilegio a algún librero?
-Por mi cuenta lo imprimo -respondió el autor-, y pienso ganar mil ducados, por lo menos, con esta primera impresión, que ha de ser de dos mil cuerpos, y se han de despachar a seis reales cada uno, en daca las pajas.
-¡Bien está vuesa merced en la cuenta! -respondió don Quijote-. Bien parece que no sabe las entradas y salidas de los impresores, y las correspondencias que hay de unos a otros. Yo le prometo que cuando se vea cargado de dos mil cuerpos de libros, vea tan molido su cuerpo, que se espante, y más si el libro es un poco avieso y no nada picante.
-Pues ¿qué? -dijo el autor-. ¿Quiere vuesa merced que se lo dé a un librero, que me dé por el privilegio tres maravedís, y aún piensa que me hace merced en dármelos? Yo no imprimo mis libros para alcanzar fama en el mundo; que ya en él soy conocido por mis obras: provecho quiero; que sin él no vale un cuatrín la buena fama.
-Dios le dé a vuesa merced buena manderecha -respondió don Quijote.
Y pasó adelante a otro cajón, donde vio que estaban corrigiendo un pliego de un libro que se intitulaba Luz del alma; y, en viéndole, dijo:
-Estos tales libros, aunque hay muchos deste género, son los que se deben imprimir, porque son muchos los pecadores que se usan, y son menester infinitas luces para tantos desalumbrados.
Pasó adelante y vio que asimesmo estaban corrigiendo otro libro; y preguntando su título, le respondieron que se llamaba la Segunda parte del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal vecino de Tordesillas.
-Ya yo tengo noticia deste libro -dijo don Quijote-, y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos, por impertinente; pero su San Martín se le llegará como a cada puerco; que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas.
Y diciendo esto, con muestras de algún despecho, se salió de la emprenta. Y aquel mesmo día ordenó don Antonio de llevarle a ver las galeras que en la playa estaban, de que Sancho se regocijó mucho, a causa que en su vida las había visto. Avisó don Antonio al cuatralbo de las galeras como aquella tarde había de llevar a verlas a su huésped el famoso don Quijote de la Mancha, de quien ya el cuatralbo y todos los vecinos de la ciudad tenían noticia; y lo que le sucedió en ellas se dirá en el siguiente capítulo.
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